Donna Lee Fields, Ph.D.
Universidad Internacional de Valencia
To look into the souls of your students
To see their needs,
To help them feel at once unique and part of a whole,
This is creativity and this is community.
Abstract online communities
A lo largo de estas página se trata de exponer cuáles son los aspectos de lo que constituyen el ambiente de una comunidad escolar creativa. A saber: un currículo que recoja la cultura del entorno en que los alumnos han crecido, las distintas capacidades que cada uno puede presentar o inteligencias múltiples, la disciplina y el respeto que implica que cada uno de los miembros del alumnado se sienta visto, con voz y considerado como individuo. Lo que se necesita es crear una comunidad en la que cada persona sea aceptada como tal, que tenga confianza en sí misma, ante los otros, en los otros y en el grupo. Partiendo de la construcción histórica del cuento de Blancanieves y de la propia historia de vida de la autora, esta concibe la creatividad como un proceso de autorrealización y un recurso para el bien comunitario.
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This study will explore the different elements which form an educational community. Amongst these are: a curriculum which reflects the society in which the students live, a compassionate form of discipline, the multiple intelligences which appear in each person (student), an overriding respect for each adolescent in a classroom with regard to their learning style and their personal needs, and the awareness of the teacher to recognize and appreciate each student for her or his talents and needs. To create a community, each person in the group needs to feel accepted, seen and secure –both in her/himself and within the group. Using the example of popular stories and the author’s own experiences, this study shows that, though not generally recognized, and though theories abound on how each of these elements can be implemented in our classroom, in the end it is the teacher’s creativity which is what pulls all these elements together.
Desde los comienzos del pasado siglo hasta nuestros días se suelen señalar cinco fases en la historia de la creatividad (Torre, 2003): 1) creatividad como imaginación (1900); 2) creatividad como competencia para la resolución de problemas (1950); 3) creatividad como proceso de autorrealización (1960); 4) creatividad como recurso para el bien social (1980) y 5) creatividad comunitaria y creatividad paradójica o resiliencia (actualidad).
En el presente texto quiero presentar mi proceso personal de toma de conciencia para llegar a entender el trabajo en el aula como modelo de intervención social en el que se emplea la creatividad comunitaria como recurso para alcanzar el bien social, el aprendizaje del alumnado. En este sentido, concibo la creatividad como la define Csikszentmihalyi (1998): el camino que nos conduce a la mejora de nuestras vidas cotidianas y cuyo objetivo es desarrollar una personalidad más satisfactoria que nos permita una mayor realización personal y social. Pero sin olvidar que la creatividad no se puede reducir a la mejora y creación de nuestras propias vidas como individuos, sino que ha de trascender y crear comunidad, como manifiestan Goleman, Kaufman y Ray (2000) y por lo tanto ha de estar volcada, en nuestro caso, a la creación de un clima que permita, el desarrollo personal de cada uno de nuestros alumnos.
Permítaseme iniciar este artículo, que en el fondo es un reflexión sobre mi experiencia como profesional de la educación, con el cuento de “Blancanieves y los siete enanitos”.
Seguramente basado en hechas reales, el cuento que hoy en día conocemos con tal título, recapitula la vida de Margaret von Waldeck, una lugareña joven y bellísima. Procedía de un pequeño pueblo minero de Alemania en el siglo XVI, en el que los aldeanos, dedicados a ganarse la vida en la mina, cariñosamente llamaban a los niños mineros ‘enanos’. Debido a que la madrastra de la joven no podía superar los celos causados por el aspecto tan envidiable de su hijastra, la expulsó del hogar y la joven se fue a vivir en Bruselas. Allí llamó la atención de los nobles de la corte real, donde encontró amparo en el castillo del rey durante un tiempo gracias a la generosidad de sus admiradores. Por desgracia, también despertó el resentimiento de algunos cortesanos que la consideraban una rival, así que a los 21 años murió envenenada por manos todavía desconocidas.
‘La esclavista’, la versión publicada más vieja del cuento, recogida por el famoso coleccionista del folclore Giambattista Basile, narra novelada la trágica historia de Margaret. Aquí, la joven protagonista sufre las consecuencias del hechizo de un hada, por lo que cae en un profundo sueño. Su madre, desesperada, la encierra bajo llave en una habitación en la casa de su hermano, un barón. Ordena a éste que no abra la puerta nunca, y a continuación la madre muere de tristeza. Más adelante, la mujer del hermano descubre a la niña y la despierta sin querer. Creyendo que era la amante de su marido, la viste con harapos y la tortura a diario. En cuanto el tío se entera de los acontecimientos, echa a su mujer a la calle y casa a su sobrina con un hombre honrado del pueblo.
Casi trescientos años más tarde, Jacob y Wilhelm Grimm incluyen la historia en su recolección de cuentos, ahora transformada debido a los cambios realizados por los cuentacuentos a lo largo de los años. En ésta versión, el vínculo político entre la joven y la mujer mayor se ha vuelto más estrecho. Al ser expulsada de su casa la joven no se va a una ciudad sino a un bosque. Y en lugar de gozar de un alojamiento en el palacio de un rey o de un barón viene a dar con una choza cuyos moradores son mineros desaliñados. Y le asignan a la princesa una ocupación, que a la sazón se consideraba aceptable y de este modo se justifica su estancia allí: la limpieza de la casa y el cuidado de los hombres.
No obstante, la versión que indudablemente nos viene a la mente cuando se menciona el título del cuento es la creada por el famoso cineasta Walt Disney. En los años 60 del siglo XX, el célebre guionista retoma el cuento, sobre todo transformando el entorno de la casa de los enanitos, anteriormente sin definición pero con insinuaciones de abandono, en un sitio acogedor y agradable. Pero lo más importante es que otorga a cada uno de los mineros un nombre y una personalidad diferenciada.
En relación con el presente trabajo, ¿por qué nos llama la atención tanto esta versión? ¿Por qué razón ésta supera en popularidad a la de los hermanos Grimm, que a su vez superaba la de Basile? La respuesta tiene que ver con los efectos que ha experimentado el cuento a lo largo de los años. El relato es el producto del trabajo y de la creatividad de los cuentacuentos para encontrar los medios y los trucos que engancharan la atención de sus oyentes; así que, iban añadiendo elementos cruciales para promover lo drama de este relato.
La genialidad de Disney, (aparte de perpetuar e incluso aumentar una actitud negativa hacia las mujeres; además, de reforzar los estereotipos de los papeles de los dos sexos), fue considerar los elementos claves que necesitan los espectadores para establecer una conexión entre ellos y los personajes de sus películas. Sumamente creativo en el proceso de analizar los elementos de esta historia, se dio cuenta de que tanto el ambiente de la cabaña en que la joven protagonista es acogida, como la relación de ella con los enanitos tenía que cambiar. Así que, el argumento de la versión de Disney nos llama tanto la atención porque el ámbito inseguro y medroso que existía en las variantes anteriores, se convierte en uno acogedor y seguro. Además, de un grupo de siete mineros descuidados y una doncella indefensa, disfrutamos de un colectivo lleno de confianza y respeto. Cada miembro del grupo ahora tiene un papel definido. Esto crea una situación en la que Blancanieves sabe relacionarse con ellos de acuerdo con los dictados de sus personalidades, haciendo que los siete inicialmente recelosos enanos la acepten con rapidez –incluso le devuelven cariño-, así que cada uno se siente apreciado y reconocido.
Al igual que los cuentacuentos, a lo largo de la historia, han realizado cambios para mejorar la dinámica de un grupo de personajes, los educadores necesitamos hacer hincapié en pensar en las necesidades de nuestros alumnos para poder crear un clima que les permita desarrollarse como personas. Leer libros y estudiar teorías sobre el tema es siempre importante; sin embargo, cada grupo de estudiantes es distinto y requiere un sello de diferente cuidado y análisis. Por lo tanto, al fin y al cabo serán nuestra percepción y nuestras propias conclusiones las que nos dirigirán al puerto seguro.
El rompecabezas es que, aunque el estudio de las necesidades de un grupo de estudiantes es imprescindible, esto requiere creatividad por parte del profesor y este tema no se suele incluir en el currículo de la formación del docente. Los que se han empeñado en formarse en la importancia de la creatividad en el aula escolar, conocen el famoso modelo de Ross L. Mooney, posteriormente expuesto en el artículo de Mel Rhodes ‘An Analysis of Creativity’ en que se presentan los cuatro parámetros de la creatividad: persona, producto, proceso y la presión del ambiente.
Yo quiero relatar cómo y por qué llegué a la conclusión de la necesidad de crear un ambiente que estimulara la actividad individual de los alumnos y una cultura que tolerara a los inconformistas.
En primer lugar, cada comunidad requiere alguien al timón. En el entorno escolar, el capitán suele ser el profesor (y si no, ¡de verdad, tenemos un problema!). La creación de una comunidad requiere una visión. Al final será una visión diseñada por la colectividad, pero al principio proviene del líder. Por desgracia, hay muchos barcos gobernados por capitanes desequilibrados en los que los tripulantes no tienen beneficios sino más bien perjuicios. Para evitar esto, dar lo máximo que podamos y ser líderes comprensivos y equilibrados, es imprescindible un periodo de reflexión antes de cruzar el umbral de nuestra aula.
Ha sido probado una y otra vez que nuestras experiencias e investigaciones están estrechamente conectadas a la enseñanza que impartimos, así que debemos examinarlas para entender nuestras reacciones y expectativas ante nuestros alumnos, (Cole, 1998). Como seres humanos, es normal que traigamos a nuestro trabajo no solo nuestras capacidades, sino también nuestras preocupaciones, nuestro estado de ánimo, dudas, etc. Este equipaje emocional afectará tanto a nuestro estilo de enseñanza como a nuestras actitudes hacia el alumnado. Una función del líder de una comunidad sana es reconocer los dones de nuestros estudiantes tanto como mantener la paciencia cuando nos enfrentamos con sus puntos débiles. Por consiguiente, cuanto más nos conozcamos – nuestras propias fortalezas y puntos flacos- más eficaces seremos como profesores, y mejor podremos formar una comunidad eficaz y viable.
Sentada esta premisa, reflexionar sobre los motivos por los que nos dedicamos a la enseñanza, nos ayudará a tomar consciencia de cuál es el sentido de nuestra profesión. Esto sería el primer paso que nos recomienda Smyth (1991) en su ‘ciclo reflexivo’. Están los que insisten que los profesores deben hacer una reflexión educativa a lo largo de la carrera. Retomando la idea de Smyth, Schön (1983) sugiere que el profesor ha de ser un profesional reflexivo. El procedimiento reflexivo incluiría mantener un diario, realizar informes sobre las lecciones, encuestas, grabaciones de los estudiantes, apuntes sobre las observaciones de las clases, investigación, etc. Y luego buscar las teorías educativas que subyacen tras nuestra práctica docente.
Un acopio de actividades, lecciones y proyectos continuados es imprescindible para impartir una asignatura bien, (Richards, 1996). Sin embargo, esto tiene que ver exclusivamente con la didáctica. Pero lo que proponemos es que, ante todo, necesitamos evaluarnos de forma más personal e íntima.
En mi caso, no tenía modelos para hacer este trabajo. Dentro de mi formación, aprendí mucho sobre teorías de la enseñanza y algo sobre disciplina, pero siempre sobre el modelo de una población ideal; es decir, estudiantes motivados vinculados con padres que apoyan a los profesores. Pero el alumno ideal no existe, es una construcción de los teóricos de la educación. Por lo tanto, ante un grupo de estudiantes desatentos, que provenían de hogares regidos por padres recelosos y con poco respeto a los profesores y a la autoridad en general, tuve que crear un proceso que me ayudara a llegar al corazón del problema para poder transformarlo y resolverlo. Me planteaba preguntas como: ¿por qué he elegido esta profesión?, ¿cuál es mi papel?, ¿busco admiradores o el respeto de mis alumnos?, ¿qué debería esperar de los jóvenes y qué ellos de mí?, ¿cuáles son los retos que deberían alcanzar mis alumnos?, ¿creo que todos los estudiantes pueden aprender?, y si es así, ¿cómo puedo crear un ambiente para conseguir este meta?, ¿cuál es el clima que quiero establecer en el aula: conflictivo o pacífico?, ¿qué tipo de relación quiero establecer con mis estudiantes, de hostilidad o de apoyo?, ¿cuál será mi perfil de actuación dominante? ¿busco relaciones negativas con mis alumnos?, o ¿creo situaciones adrede para poder perder los estribos?
Puede que parezca absurdo considerar interrogantes como estos últimos; no obstante, aunque la respuesta sea negativa, el ejercicio de reflexión no invalida la importancia de haberlos planteado. Cada profesor tiene muchas expectativas –de sí mismo y de sus alumnos- y con frecuencia es difícil mantener el equilibrio entre ellas. La ventaja de haber reflexionado sobre estos asuntos -además de proporcionar una base teórica y metodológica a la que poder asirse en plena tormenta-, es que el docente se dote de una fundamentación personal y emocional que le oriente cuando la mar se encrespe. Y por desgracia, en la educación, las aguas siempre son tormentosas.
Mi propio viaje hacia la visualización del ambiente que consideraba adecuado, empezó antes de tener la más ligera idea de que mi futuro se dirigía hacia el mundo escolar. Y continuó bien entrados mis primeros años de enseñanza (aunque sigo evaluando mi práctica docente a diario, claro está). Siempre he tenido un apetito insaciable para aprender; no obstante de joven no sentía mucho respeto por el método de enseñanza al que me enfrentaba. Crecí en un vecindario en el que los administradores y padres (y luego los hijos), se empeñaban en rendir más de lo normal. Esta comunidad educativa tenía fama por su excelente calidad de educación pública y, entre los estudiantes de bachillerato, por su alto porcentaje de aceptados en las mejores universidades nacionales (e internacionales).
Como la mayoría de los colegios a la sazón, el mío seguía como filosofía de enseñanza el ‘esencialismo’, corriente creada en los EEUU en los años 30 del siglo XX, que defiende que los estudiantes deben aprender las asignaturas básicas cabal y rigurosamente. Se fomenta la competencia sobre todo y se mide el éxito académico por los resultados en exámenes estándares, (Bagley, 2012). En cuanto a la relación de poder, el profesor no es solo la autoridad absoluta sino también la fuente de toda información, mientras que los estudiantes son principalmente receptores de las lecciones por ellos impartidas. Es decir, la educación es bancaria tal y como se expone en el pensamiento de Paulo Freire (1970, 1975, 1985). La severidad de este tipo de enseñanza se manifiesta incluso en el aspecto físico del ámbito escolar: las aulas carecen de color, los estudiantes se sientan en pupitres colocados en filas rectas a semejanza de las grandes fábricas y oficinas, trabajan independientemente, así que las expectativas de todos son o bien triunfas o te das por vencido.
Este ambiente partía a mi familia por la mitad, debido al estilo de aprendizaje de mis hermanos y mío. Mis dos hermanas mayores brillaban con este sistema. Destacaban en las evaluaciones (todas estaban, por cierto, basadas en las dos competencias que fundamentaban los tests de CI de la época: la lingüística y la matemática, lo que conocemos hoy como dos de las inteligencias múltiples). Yo, por otro lado, y mi hermano menor no encajábamos en este ámbito. Me sentía invisible y sin apoyo. Debido a mi personalidad, académicamente no podía rendir sin tener la sensación de que mis profesores me conocían de forma más personal. Estaba muy despistada para poder concentrarme en la información transmitida por los profesores de una sola manera (la exposición), y debido a una imaginación muy activa, me costaba mucho eliminar cualquiera de las opciones que los ítems de los exámenes estándares ofrecían; todas me parecían correctas. En cuanto a mi hermano, a pesar de su notable inteligencia, necesitaba más tiempo que los demás para procesar la información; pero la enseñanza basada en el esencialismo no dejaba sitio para tales compensaciones. Por lo tanto, mientras los profesores se deleitaban con los logros de mis hermanas, se quedaban perplejos preguntándose si acaso no habíamos sido adoptados, a causa de los malos resultados que siempre obteníamos.
En retrospectiva, es lógico que en aquella época el profesorado no tuviera el entrenamiento para entender a estudiantes como mi hermano y yo. Debido a su formación, es comprensible que uno tras otro llegaran a la conclusión de que éramos poco dotados. Hasta aquí puedo perdonarles; pero esto no excusa el desdén que trasmitían hacía los estudiantes como nosotros, que no destacaban de la manera que ellos esperaban. Su actitud hacía que un ambiente ya estéril y severo por sí, se convirtiera en aún más inhospitalario y cruel. Ni siquiera las necesidades personales de mis compañeros ni las mías contaban. Nuestros profesores conocían nuestros nombres pero no hacían el esfuerza de tratarnos como individuos; al contrario, si no nos adaptábamos a las normas, nos ignoraban.
Aún a una tierna edad, mi punto de vista era que el profesorado, a pesar de su entrenamiento académico, tenían que ser en primer lugar individuos comprensivos; es decir, estar en la posición de influenciar a un determinado grupo de estudiantes significa que un profesor debe actuar con respeto tanto al bienestar emocional de su alumnado como a sus necesidades académicas. Pero ante una situación que aportaba lo contrario, consideraba tal sistema muy injusto. No obstante, como nunca imaginaba que tendría que preocuparme más por este asunto, me gradué y me despedí del mundo de la enseñanza sin darle más vueltas.
Pero el planeta gira, la vida siempre nos guarda sorpresas, y veinte años más tarde, abro la puerta de la que sería mi primera aula. Estaba ilusionada por ver y experimentar el nuevo mundo escolar que me habían prometido mis profesores; en consecuencia, al pisar el umbral del aula, tenía la mente llena de imágenes de lo bien que lo íbamos a pasar mis alumnos y yo. Pero, a lo que me enfrenté fue a paredes austeras, pupitres en filas rectas, y una pizarra vacía; es decir, a un ámbito igual al que viví durante los años de mi adolescencia. No es para sorprenderse que se me cayera el alma a los pies. Después de tantos años y de tantos cambios en el mundo, me preguntaba cómo la educación se había parado veinte años atrás.
Para el colmo, la conmoción que me causó el aspecto físico de mi entorno fue agravada por los treinta adolescentes frustrados y virtualmente analfabetos a los que me enfrentaba. Me habían asignado a un colegio ubicado en uno de los barrios más pobres y conflictivos de Nuevo Méjico. Limitaba con la prisión estatal en la que estaban encarcelados muchos de los parientes de mis alumnos. Esta situación ponía de manifiesto algunas verdades que no se podían dejar pasar por alto: por ejemplo, debido a su muy bajo nivel lector los alumnos no podían realizar un experimento de ciencias porque no lograban ni siquiera leer ni entender las instrucciones. Tampoco podía pedirles que realizaran un trabajo de investigación por básico que fuera, porque no sabían ni siquiera buscar en el índice de una enciclopedia (si lograban localizarla). Ni podía esperar que redactaran un ensayo comparativo de los argumentos de dos libros porque, aunque les pidiera que leyeran un libro del nivel más elemental, no tenían la experiencia de formular las ideas de manera coherente para luego realizar el trabajo.
De hecho, me enteraba poco a poco de que sus prioridades realmente se centraban en disfrutar de una juventud marginal mientras se evadían de los conflictos con sus padres borrachos o drogados, o reclamaban su territorio frente a otras bandas rivales. Contar con el apoyo de los padres era inútil puesto que estos consideraban el centro escolar como un lugar en el que se vigilaba gratis a sus hijos. Además, utilizaban a los profesores como el blanco de su ira contra las autoridades que hacían que sus vidas fueran miserables. Al haberme criado en una comunidad en la que la educación era sumamente importante, no me encontraba preparada para tratar con este ambiente. Mi formación personal no podía ayudarme a solucionar la realidad de este primer año de docencia.
Pero, yo era joven, completamente ingenua, llena de entusiasmo y determinada a encontrar la forma de ayudar a mis estudiantes, a pesar del poco interés que mostraban por sus estudios y de las lagunas evidentes en su currículo académico. Por lo tanto, a pesar de los problemas, empecé las clases, pues era mi deber. No obstante, pasé los primeros meses de mi estancia bregando con el sistema, la disciplina y la batalla fútil de intentar enseñar temas que no les interesaba a ninguno de mis alumnos y asignándoles deberes que muy pocos de ellos podían realizar.
Allí entró en escena la creatividad que me perjudicó tanto cuando era joven. Detrás de la apariencia de un rueda en plena marcha, yo estaba todos los días analizando y escrutando los elementos de nuestro entorno escolar, los estudiantes, los materiales, la metodología de enseñanza y el currículo dictado por la Administración, las motivaciones del alumnado (o la carencia de las mismas), colocando uno allí y a otro acá, pesando la importancia de un elemento frente a otro, imaginando un método para ayudar a un grupo concreto de estudiantes mientras no olvidaba a los demás. Pero sobre todo, examinaba mis expectativas tanto sobre la enseñanza que quería impartir como sobre el ambiente que quería crear para mis estudiantes.
Mis reflexiones se centraban en primer lugar en la forma de llevar las clases, pensando que diseñándolas de manera diferente solucionaría el problema del poco interés mostrado por mis alumnos, y que una nueva presentación de la materia sería la clave para involucrarles. Lo que estaba claro era que los temas de los libros de texto no funcionaban de ninguna manera con mi grupo, puesto que se trataba de una población hispana enfrentada a unos materiales elaborados desde el etnocentrismo de sentimientos y prioridades anglo-sajón.
En Nuevo Méjico, el currículo reflejaba una discriminación contra la población en el colegio donde enseñaba, favoreciendo la clase media alta anglo-sajona; es decir, ignoraban las sensibilidades y experiencias de las minorías. El currículo reflejaba una visión distorsionada como mostraban los exámenes estándares. Muchas de cuyas preguntas determinaban el futuro de cientos de miles de estudiantes por su habilidad para dar la respuesta que se considera correcta. Los diseñadores de los exámenes exigían, por ejemplo, que un joven procedente de un ambiente urbano pueda contestar una pregunta sobre una situación de supervivencia en plena montaña, igual que asumían que un adolescente que nunca había abandonado su entorno agrícola conozca algo sobre las cabinas de peaje.
Entonces, lógicamente, veía con un poco de irreverencia los elementos del currículo. Por lo tanto, revisé las exigencias de las asignaturas una por una, pesando su importancia y necesidad por separado. Me preguntaba: ¿qué valor tenía memorizar las clasificaciones de las gramíneas y zooplancton?, ¿qué esfuerzo les supondría saber la diferencia entre rocas ígneas y sedimentarias?, ¿realmente valía la pena insistir que supieran la diferencia entre hipérbole y anáfora?
Cada persona necesita sentirse representada en los temas que se le ofrecen; por lo tanto, el currículo que se nos asignaba no iba a cambiar la apatía general de los estudiantes; tales materiales no les interesaban en absoluto. Por otra parte, tenía un desafío más, pues aunque su lengua nativa era inglés, utilizaban un lenguaje muy elemental, y su reconocimiento del código escrito era tan bajo como si yo estuviera enseñando en una clase de ESL (inglés como segunda lengua).
Utilizando lo que Rhodes identifica como ‘el proceso’, mis pesquisas rondaban sobre teorías que me ofrecieran claves sobre cómo incluir el multiculturalismo en el diseño de las lecciones. J.A. Banks (1999), especialista en multiculturalidad, propone cuatro alternativas cruciales para utilizar en las lecciones. Helas aquí por orden descendente de importancia. En primer lugar, el profesor puede utilizar ‘el planteamiento de contribuciones de materiales’, en el que es de su responsabilidad encontrar materiales suplementarios que se añadirán al conocimiento del alumnado. El segundo procedimiento se conoce como ‘planteamiento de inclusiones’. En él, el profesor añade contenidos, conceptos, temas y perspectivas al currículo sin cambiar la estructura básica del mismo. El tercer lugar lo ocupa ‘el planteamiento de transformación’, en el que el formador anima y ayuda a los estudiantes a tener una perspectiva de los conceptos, asuntos, temas y problemas desde perspectivas étnicas distintas. Por último, Banks esboza el “planteamiento mediante la involucración social”. En este caso el profesorado tiene como reto el que los estudiantes no solo entiendan y cuestionen los asuntos sociales sino que se involucren en el cambio que desean.
Sea cual sea la manera de incluir el multiculturalismo en el currículum esto no iba a cambiar los problemas fundamentales de mi clase. De hecho, en mi adolescencia los materiales con los que yo estudié sí representaban mi cultura, pero yo no aprendía bien porque me sentía invisible y dejada de lado. Entonces, al considerar la importancia de los materiales como un elemento clave para motivar y animar a mis alumnos, me di cuenta de que este paso era uno de los muchos que tendría que realizar. Es decir, hacer que el material sea adecuado para una población determinada es una sola parte del puzle. Como líderes de una comunidad, los profesores necesitamos también considerar la manera en que nuestros alumnos asimilan la información que se les ofrece, empezando por el propio ambiente en que estudian y los mensajes subliminales que el currículo oculto transmite.
Por lo tanto, dirigí el foco hacia la caótica atención que mostraban mis alumnos y me di cuenta de que la causa del caos en el que se había sumido mi clase no residía en que mi alumnado no quisiera aprender sino en la falta de competencias para procesar la información que yo les ofrecía. Sin aclarar este asunto, no podía ir adelante; examinándolo por lados distintos, al final mis pesquisas en esa área dieron resultados. Al buscar los patrones de participación de los estudiantes durante el desarrollo de las lecciones, observé que aunque el nivel de lectura era muy bajo, muchos se disponían a participar cuando les ofrecía materiales que podían manipular; por otro lado, algunos otros respondían siempre y cuando les presentara materiales visuales, mientras que otros se lucían en el momento en que incluía música o cualquier tipo de ritmo como parte de la lección.
Estas observaciones resultaron ser las migas, como en el cuento de Hansel y Gretel, que me guiaron hacia las modalidades de las inteligencias múltiples y los métodos para plantear actividades que permitieran que cada alumno o alumna brillara en algún momento de la jornada escolar, teniendo la oportunidad de mostrar su inteligencia específica personal. Aunque hay muchas clasificaciones de estas inteligencias, seguramente la de Howard Gardner es la más conocida. Mi preferida, porque abarca aún más de las 7 (o 10) identificadas por Gardner, reconoce diferentes estilos de aprender. WHO a las que añade: aprendizaje rítmico, aprendizaje a través de la experiencia directa e indirecta, aprendizaje secuencial, simultáneo, contemplativo e interactivo.
Con esta nueva perspectiva me creía dispuesta para reformar mi clase. No obstante, me di cuenta de que entender las distintas inteligencias no era un fin en sí sino otra escala más en el viaje para desarrollar una unidad didáctica con un propósito concreto. Al transformar y luego utilizar la materia exigida por el currículo prescrito tuve en cuenta los distintos estilos de aprendizaje. Era necesario presentarles a mis alumnos las lecciones con varios propósitos; ofrecerles materiales que pudieran manipular; posibilitarles que realizaran actividades en grupos, etcétera. En resumen, había de cambiar no solo la forma de enseñanza sino la distribución del aula. Es decir, si mi intención era diseñar lecciones que alcanzaran a los estudiantes con diversas maneras de procesar información, tendría que crear un ambiente en el cual el foco caía sobre los estudiantes y no sobre el profesor. Uno de las características del nuevo paradigma educativo emergente es que la misión de la escuela ha de atender al estudiante individualizado que tiene unas necesidades especiales, que aprende de una forma personal y que necesita ser efectiva y efectivamente atendido.
Pero al considerar las distintas formas de enseñanza aprendizaje, tenía que atender a un asunto más: la disciplina. Resulta que, hasta que no pisé por vez primera mi propia aula, no tenía la menor idea de la carencia de recursos de que disponía para mantenerla. Dada la poca formación que había recibido ruego un margen de comprensión: repito que mi formación como docente era pésima. Aunque disfruté de un curso de prácticas, mi estancia en los dos colegios donde me asignaron no me dio muchas pistas a respecto a la disciplina. Realicé una parte de las mismas en un colegio privado de indios en Nuevo Méjico. Dada la idiosincrasia de actuar siempre con calma, respetar a los mayores y controlar cualquier comportamiento disparatado con una sola mirada del profesor, y dado que mi tutora estaba siempre presente cuando yo les impartía las lecciones, no hacía falta una intervención por mi parte en ningún momento respecto a la disciplina. La segunda fase de mis prácticas tuvo lugar en otro colegio privado donde asistía la población más privilegiada de la ciudad. Los estudiantes tenían una orientación de comportamiento muy firme, a la que se ceñían estrechamente. Nuevamente se negaba la necesidad de que yo hiciera mucho para mantener el orden. De todas formas, dado que mi tutora en aquellos momentos estaba a punto de casarse con un chico de la alta sociedad, nuestras conversaciones se centraban en los detalles de la boda y en su futura vida como mujer casada.
Comparto estas experiencias con la finalidad de transmitir a los profesores que a pesar de nuestra formación (o la carencia de la misma), con un poco de creatividad, cualquier de nosotros puede transformar las aulas en un clima de actividad controlada, de diversión y engendrador del sentido de confianza en cada estudiante. En mi caso, llena de una rica experiencia cultural en el colegio de indios, además, invitada a una boda de la alta sociedad, pero prescindiendo de cualquier herramienta que me ayudaría a gestionar la disciplina en un aula escolar, tenía que probar una táctica tras otra para adivinar cuál de ellas daría resultado. Algunas funcionaban bien pero a veces me fallaron; terminé dándome cuenta de lo que los profesores con mucha experiencia ya saben: una estrategia ideal de disciplina no existe.
Lo que tenía clarísimo era que un sistema abusivo que dictaba las normas no era una opción aceptable. Crecí en tal ambiente y no tenía la menor intención de ser una dictadora escolar. No albergaba ninguna duda sobre mi papel como autoridad pero buscaba un equilibrio donde las normas serían negociadas, respetadas y aceptadas por todos. ¿Cómo podía llegar a tal punto? ¿Qué tendría que hacer para que los estudiantes me miraran no como al enemigo sino como a alguien que quería ayudarles? ¿Qué querían?
La respuesta que fue sencilla: ellos quieren que les veamos. Querían que hubiera alguien a quien poder empujar emocionalmente cuando se sentían frustrados. Necesitaban una persona que les diera reconocimiento cuando (y sobre todo) no se reconocía a sí mismos. Los profesores tenemos que recordar que el comportamiento de los jóvenes tiene que ver con sus vidas y poco con lo que pase en el aula. Comprendiendo esto, se les puede ver con humor; además, se puede entender nuestro papel en su vida: de manera sucinta, somos las paredes a las que ellos puedan empujar. Su función es empujar; y la nuestra, enseñarles dónde están los límites. Si podemos convertirnos en pararrayos, absorbiendo y aliviando la carga de su energía, les dejamos relajarse lo suficientemente para poder concentrarse un poco más en las lecciones.
En cuanto al reconocimiento como individuos, lo he visto una y otra vez: cuando un estudiante tiene la sensación de ser reconocido por su talento, por sus dones, por sus buenas calidades, e incluso por sus debilidades, éste se relaja, acepta y cumple las normas de la clase. Entonces, mediante la experimentación y el análisis de mi entorno, aprendí que al fin y al cabo, aunque conocer los métodos de disciplina es valioso, conocer lo que les motiva, les trastorna, les distrae es aún más importante. Ver dentro de su alma –lo que desean, lo que quieren, a lo que le aspira- es la clave para controlar el ámbito escolar.
Entonces, a pesar de mis experiencias en periodo de mis prácticas (muy agradables pero no muy provechosas), empecé mi vida docente sin las herramientas necesarias para controlar a un grupo ni de jóvenes ni de adolescentes ni de mayores, pero las adquirí a lo largo del resto de mi vida docente. La disciplina, como sabemos todos los profesores, es un tema de discusión inagotable. Compartimos historias y métodos que hemos utilizado y probamos cualquier cosa que pueda ayudarnos a mantener el orden. Algunas estrategias funcionan muy bien y otras no dan resultado. Un año pensamos que hemos encontrado la forma mágica de controlar la energía de nuestros alumnos y al siguiente es como si comenzáramos otra vez de novatos.
Todos estos elementos que he considerado hasta ahora convergen en uno que es esencial: la distribución física del aula. Nunca me agradaba la distribución tradicional: las horribles filas rectas de pupitres que se parecían a islas autónomas, pasillos que se tragaban y aislaban la energía de la clase. Este modelo basado en el prescrito por Horace Mann en 1843, (diseñado para promover el comportamiento ‘civilizado’ de los estudiantes), fue adoptado por los intereses de empresarios de las fábricas y de los políticos a la sazón para aprovecharse de la estancia forzada de los jóvenes en el colegio. Es lo que en términos de la crítica marxista se conoce como la teoría de la reproducción. La permanencia a la sociedad capitalista depende de la reproducción de sus componentes económicos y de la inculcación de los componentes ideológicos. Es decir, como nos enseño Louis Althusser, el currículo de la escuela y sobre todo el currículo oculto reproduce las relaciones de poder que se dan en la sociedad. Lo que pasa en la escuela se corresponde con lo que pasa en el trabajo. La reproducción se realiza a través de la vivencia de las relaciones sociales durante el periodo escolar (Bowles, Gintis , 1976). En vez de respaldar otro modelo más compasivo y relacionado con la energía desbordada de los niños, aquellas autoridades promulgaron que los jóvenes se sentaran en asientos duros durante horas, haciendo trabajo repetitivo, en espacios estrechos, como preludio natural a los jornadas de 12 a 15 horas a las que se enfrentarían al entrar en las fábricas a donde la mayoría de ellos serían destinados.
Un profesor no puede negar el significado de cualquier disposición de los pupitres en un aula. Como he mencionado arriba, pupitres separados implican la expectativa de trabajo individual. Lo que yo quería era una manifestación del sentido de comunicación y del trabajo intrapersonal; por lo tanto, la estructura de grupos de pupitres señalaría a mis alumnos que, en primer lugar, iban a depender unos de los otros; es decir el conocimiento se construye entre todos, y el aprendizaje es corral, (Freire, 1985). Ahora el centro de la clase estaría en cada uno de los grupos, y el material también entraría en la escena. No creía en la teoría -y no quería continuar transmitiendo la idea- de que una persona sola es la única fuente de información y respuestas en el aula. Quería que ellos experimentaran la sensación de poder de realizar trabajos por sí mismos. J.S. Armstrong (2012), uno de los expertos de la educación más crítico con el modelo tradicional de una clase dirigida exclusivamente por el profesor, afirma que este modelo ‘ignora y suprime la responsabilidad del estudiante’. Hoy en día la estructura de una clase en que los estudiantes dirigen su propio trabajo es cada vez más popular y respetada.
Estas reflexiones y conclusiones se convirtieron en mi visión personal y global sobre la educación: al fondo de todo está el respeto. Respeto para el proceso de aprendizaje de los alumnos, de sus distintas maneras de aprender y de sus necesidades emocionales. A través de esta búsqueda, adopté una filosofía que dictaba cómo me relacionaba con mis estudiantes, con los materiales exigidos por la Administración y con el espacio de la propia aula.
A lo largo de estas página he tratado de exponer cuáles son los aspectos de lo que considero el ambiente de una comunidad escolar creativa, a saber: un currículo que recoja la cultura del entorno en que los alumnos han crecido, las distintas capacidades que cada uno puede presentar o inteligencias múltiples, la disciplina y el respeto que implica sentirse vistos y considerados como individuos. Lo que necesitamos es crear una comunidad en la que cada individuo sea aceptado como es, que tenga confianza en sí mismo, ante los otros, en los otros y en el grupo. Como he dicho al principio, la creatividad ha de estar por lo tanto volcada en la creación de un clima que permita, el desarrollo personal de cada uno de nuestros alumnos. Pues como dice Torre (2005), ‘un sueño es solamente un sueño si soñamos a solos, pero si soñamos con otros es el comienzo de algo real’.
BIBLIOGRAFÍA online communities
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